A mi hermano Juan Mariano

Ana María, Sandra Mónica, Javier, Jimeno y nuestro hermano mayor: Juan Mariano


Querido Mar: Como cuando éramos niños, y deslumbrados por tus poderes, te proclamábamos nuestro superhéroe, capaz de controlar la mente y de levitar en posición de flor de loto a cientos de milímetros del suelo, ante los ojos atónitos de tus deslumbrados hermanos menores, que aumentaban tu fama, en cuatro manzanas a la redonda, en un barrio de Neiva, donde vivimos, no un cuento de hadas, sino una atesorada temporada de historias de acción y de misterio, en la búsqueda de apasionados secretos ocultos, arcanos y cuanto enigma del universo  acechabas, con el ímpetu del que sabe que las horas están contadas para quien dedica su vida a descifrar el universo.

 Así, fuimos iniciados en los ritos de los buscadores de tesoros recónditos; niñitos magníficos en el arte de seguir al maestro, y secundarlo en el desentrañamiento de  verdades y en la exploración de los superpoderes, como ese que desarrollaste a través de los, ya legendarios, cursos por correspondencia, comprados por papá, a finales de los años setenta; esos librillos de tapa dura con letras doradas, que no olvidamos, y donde aprendiste en “trece lecciones” a  hipnotizarnos, péndulo en mano,  y a obligarnos a mantenernos “muy serias y sin risitas”, a Sandra Mónica y a mí, mientras obrabas en  nosotras con tus magias y tus dulces, pero extenuantes hechizos.  

Luego, hermano del alma, vendrían los intrépidos avistamientos: ¡Cinco niñitos en militancia activa a la vigilancia del cielo! Podíamos ser llamados en cualquier momento a corroborar una anomalía celeste. Un ovni, hubiese sido la misión perfecta; no obstante asistimos varías veces, (ya no sé si en el sueño o en la vigilia), a la silenciosa gravitación de una gigantesca madre nodriza,  al fulgor de una lluvia de estrellas, o al equivocado juego de luces de un entrometido avión, que nos hiciera ensoñar con los envalentonados encuentros cercanos del tercer tipo, o con ser embarcados en un viaje a las estrellas, a bordo de la nave Enterprise, o por lo menos frente a la tele, conmocionados, aprendiendo bajo tu tutela, y con el profesor Sagan, el amor por la ciencia y la historia.

Ese atesorado amor, hermano mío, que te ha llevado, a profundizar en los diversos campos del conocimiento, desde la biología y la química, de tu formación universitaria y profesional, hasta tu dedicada labor autodidacta en los temas más heterogéneos, asistido siempre, por una indudable memoria feliz, que tantas veces agradecimos, (y otras, no tanto), por precisar un concepto, una versión, una coordenada, un tema, una teoría, una fecha, un argumento, un nombre.

Perdona, Juan Mariano querido, si crecimos y dejamos de decirte que te admirábamos, y que fuiste durante mucho tiempo nuestro superhéroe, y que pensamos buena parte de nuestra vida, ¡la mejor!, que estabas hecho de otro material, uno más perfecto, que te hacía entenderlo todo, y explicarlo todo, sin excepción.

Una vez, una connotada artista europea, con la que compartías el escenario, como solista en un concierto, bajo la dirección del maestro Zambrano, dijo al terminar la presentación, y refiriéndose a tu prodigiosa voz de tenor, (celebrada tantas veces por mi madre): “Voces como ésta, diez en el planeta”.  

Hermano del alma, queremos ser tus felices herederos, déjanos tu ascetismo, tus grandes y místicas renuncias, tu generosidad de hijo que nunca partió de casa; déjanos tu austeridad de siempre, viviendo contento con tan “poco”; déjanos tu sonrisa bondadosa, tu deseo de servir y de enseñar, esa profunda devoción por San Francisco de Asís. Déjanos tus preciosos tableros dibujados de ecuaciones y de fórmulas. Déjanos tu hermosa sonrisa del niño que no te abandonó nunca. Déjanos el amor que nos enseñaste por la música de Bach y de Beethoven. Déjanos tu valentía, tu magnifica e impasible voz, entonando las oraciones últimas; el estoicismo de las últimas semanas.  Déjanos en el recuerdo la atesorada imagen de tu partida, imperturbable, en el regazo de tu hermano menor. Llévate el amor de tu madre y de tu padre, su infinita gratitud y su dulce perdón. Llévate nuestro amor de hermanos, de tíos, primos, sobrinas, pupilos, amigos.

Cuando volvamos a vernos, hermano del alma, nos diremos al oído tantas palabras que quedan hoy por decir. Mientras tanto celebraremos tu entrañable existencia, tu ser mágico y único: Partes hoy el mismo día que llegaste, hace cincuenta y cinco años, un 28 de abril.
    
Para siempre y un día, Juan Mariano Rivera.


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