Algo nos había dicho la tarde y la montaña, y no lo olvidábamos. Viajábamos a Anzoátegui, ese martes cinco de junio, por entre la Cordillera Central de los Andes colombianos, entre abracadabrantes y apacibles abismos, ensoñando un país donde la poesía y con ella la metáfora tendiera puentes entre las orillas más disímiles de la patria. Anzoátegui nos aguardaba muy arriba a 2010 metros sobre el nivel del mar, ese municipio del Tolima, al que llegada la noche, lo abruma una espesa capa de niebla que lo invisibiliza todo, y nos invita a resguardarnos, menos por el frío, que por algún atroz imaginario que trae a nuestra mente, cierta página borrascosa de Emily Brontë, o de Poe.
Como el otro este juego es infinito, nos repetía el miércoles de madrugada, el poeta amado que guía nuestro periplo estético, por municipios del Tolima y de Cundinamarca. Así, con sus versos en los bolsillos y en la memoria, nos dirigíamos a la Institución Educativa Carlos Blanco Nassar, donde decenas de jóvenes de sexto a undécimo grado, escucharían, por primera vez , a través de la lectura en voz alta, los nombres de Borges y del planeta Tlön, y de los Hrönir, los objetos perdidos que tienen la facultad de duplicarse; verían con asombro, por vez primera, a Hrönir, la máquina de Poesía, y a la Máquina para Pintar el Poema “León Pereañez”, jugarían con la “Tómbola de la Metáfora”, escribirían versos a dos manos con Borges, y los dirían al unísono en voz alta.
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