"Los Suicidados" en Borges [Parte II]


Francisco López Merino, Leopoldo Lugones  y Jorge Luis Borges en el blog Borges en el Museo de la Novela de la Eterna


24/24 Borges. Día 7. Resignificación de la Lectura y la Escritura, un tributo a Jorge Luis Borges en su natalicio.



El centinela

Entra la luz y me recuerdo; ahí está.
Empieza por decirme su nombre, que es ya se entiende) el mío.
Vuelvo a la esclavitud que ha durado más de siete veces diez años.
Me impone su memoria.
Me impone las miserias de cada día, la condición humana.
Soy su viejo enfermero; me obliga a que le lave los pies.
Me acecha en los espejos, en la caoba, en los cristales de las tiendas.
Una u otra mujer lo ha rechazado y debo compartir su congoja.
Me dicta ahora este poema, que no me gusta.
Me exige el nebuloso aprendizaje del terco anglosajón.
Me ha convertido al culto idolátrico de militares muertos, con los
que acaso no podría cambiar una sola palabra.
En el último tramo de la escalera siento que está a mi lado.
Está en mis pasos, en mi voz.
Minuciosamente lo odio.
Advierto con fruición que casi no ve.
Estoy en una celda circular y el infinito muro se estrecha.
Ninguno de los dos engaña al otro, pero los dos mentimos.
Nos conocemos demasiado, inseparablemente hermano.
Bebes el agua de mi copa y devoras mi pan.
La puerta del suicida está abierta, pero los teólogos afirman que
en la sombra ulterior del otro reino estaré yo, esperándome.

De "El oro de los tigres" (1972)

El suicida

No quedará en la noche una estrella.
No quedará la noche.
Moriré y conmigo la suma
del intolerable universo.
Borraré las pirámides, las medallas,
los continentes y las caras.
Borraré la acumulación del pasado.
Haré polvo la historia, polvo el polvo.
Estoy mirando el último poniente.
Oigo el último pájaro.
Lego la nada a nadie.

De "La rosa profunda" (1975)


Mayo 20, 1928

Ahora es invulnerable como los dioses.

Nada en la tierra puede herirlo, ni el desamor de una mujer, ni la tisis, ni las ansiedades del verso, ni esa cosa blanca, la luna, que ya no tiene que fijar en palabras.

Camina lentamente bajo los tilos; mira las balaustradas y las puertas, no para recordarlas.

Ya sabe cuántas noches y cuántas mañanas le faltan.

Su voluntad le ha impuesto una disciplina precisa. Hará determinados actos, cruzará previstas esquinas, tocará un árbol o una reja, para que el porvenir sea tan irrevocable como el pasado.

Obra de esa manera para que el hecho que desea y que teme no sea otra cosa que el término final de una serie.

Camina por la calle 49; piensa que nunca atravesará tal o cual zaguán lateral.

Sin que lo sospecharan, se ha despedido ya de muchos amigos.

Piensa lo que nunca sabrá, si el día siguiente será un día de lluvia.

Se cruza con un conocido y le hace una broma. Sabe que este episodio será, durante algún tiempo, una anécdota.

Ahora es invulnerable como los muertos.

En la hora fijada, subirá por unos escalones de mármol. (Esto perdurará en la memoria de otros.)

Bajará al lavatorio; en el piso ajedrezado el agua borrará muy pronto la sangre. El espejo lo aguarda.

Se alisará el pelo, se ajustará el nudo de la corbata (siempre fue un poco dandy, como cuadra a un joven poeta) y tratará de imaginar que el otro, el del cristal, ejecuta los actos y que él, su doble, los repite. La mano no le temblará cuando ocurra el último. Dócilmente, mágicamente, ya habrá apoyado el arma contra la sien.

Así, lo creo, sucedieron las cosas.

Del libro "Elogio de la sombra" (1969)

[Escrito motivado por el suicidio del poeta Francisco López Merino. El siguiente texto también fue escrito por Borges después de la muerte de López Merino]


A Francisco López Merino


Si te cubriste, por deliberada mano, de muerte,
si tu voluntad fue rehusar todas las mañanas del mundo,
es inútil que palabras rechazadas te soliciten,
predestinadas a imposibilidad y a derrota.

Sólo nos queda entonces
decir el deshonor de las rosa que no supieron demorarte,
el oprobio del día que te permitió el balazo y el fin.

¿Qué sabrá oponer nuestra voz
a lo confirmado por la disolución, la lágrima, el mármol?
Pero hay ternuras que por ninguna muerte son menos:
las íntimas, indescifrables noticias que nos cuenta la música,
la patria que condesciende a higueras y aljibe,
la gravitación del amor, que nos justifica.

Pienso en ellas y pienso también, amigo escondido,
que tal vez a imagen de la predilección, obramos la muerte,
que la supiste de campanas, niña y graciosa,
hermana de tu aplicada letra de colegial,
y que hubieras querido distraerte en ella como en un sueño.

Si esto es verdad y si cuando el tiempo nos deja,
nos queda un sedimento de eternidad, un gusto del mundo,
entonces es ligera tu muerte,
como los versos en que siempre estás esperándonos,
entonces no profanarán tu tiniebla
estas amistades que invocan.

De "Cuaderno de San Martín" (1929)



A Leopoldo  Lugones

Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente. A izquierda y a la derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton. Recuerdo haber recordado ya esa figura, en este lugar, y después aquel otro epíteto que también define por el contorno, el árido camello del Lunario, y después aquel hexámetro de la Eneida, que maneja y supera el mismo artificio:

Ibant obscuri sola sub norte per umbras.

Estas reflexiones me dejan en la puerta de su despacho. Entro; cambiamos unas cuantas convencionales y cordiales palabras y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría.

En este punto se deshace mi sueño, como el agua en el agua. La vasta biblioteca que me rodea está en la calle México, no era la calle Rodriguez Peña, y usted, Lugones, se mató a principios del treinta y ocho. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo) pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado.

J. L. B.

Buenos Aires, 9 de agosto de 1960.

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